jueves, 12 de noviembre de 2009

JARDINERÍA


La señora Amalia Figueroa de Valleverde, abandonada repentinamente por su marido hace a penas tres meses, pasea su delgada figura por entre los verdes parterres de su coqueto jardincito de chalé adosado a las afueras de Madrid. Dicen las malas lenguas que don Jacinto la ha dejado por una mujer treinta años más joven.

Habladurías sin fundamento.

Todo el mundo sabe que Jacinto de Valleverde, empresario serio y emprendedor, "uno de los grandes" en el mundo de la repostería fina industrial, es un hombre de honor intachable y jamás haría una cosa semejante. Sin embargo, siempre que las amistades y familiares más allegados hacen preguntas a su esposa sobre el por qué de tan inexplicable comportamiento, ésta se encoje de hombros desconcertada y llora unos lagrimones tan gruesos, que desbordan sus todavía hermosos ojos dorados, arrasados por la pena y el dolor.

La señora Amalia Figueroa de Valleverde prefiere no pensar demasiado en esas cosas. Con las manos apoyadas elegantemente en su regazo, observa desde el porche de su casa como el sol se pone tras el muro trasero del jardín, allí donde crece la enredadera.

"¡Qué verde se ha puesto últimamente!", piensa suspirando imperceptiblemente, con una leve sonrisa dibujada en la comisura de sus carnosos labios.

"Normal", dice para sus adentros, "los 85 kilos de Jacinto son el abono perfecto para cualquier planta".

La mujer ríe su ocurrencia con la sonoridad del pajarillo más exquisito del Paraíso, al recordar el cadáver abotargado de su marido pudriéndose a más de un metro bajo la frondosa enredadera, con el cuchillo jamonero clavado en el cogote.


No puede dejar de reírse.

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